Mientras no desaparezcan en la construcción las subcontratas de mano de obra pura, y las empresas no puedan disponer de manera flexible y asequible de sus propias plantillas especializadas y entrenadas en una obra tras otra, jamás podremos formar adecuadamente a nuestros operarios y transmitirles los planes de seguridad establecidos.

A tenor de los índices de siniestralidad laboral en la construcción que se publican, el problema crece en vez de disminuir, cosa que no me sorprende lo más mínimo y, además, lo veía venir advirtiéndolo públicamente en el ámbito de mis posibilidades sin que, obviamente, nadie me hiciera el más mínimo caso.

Cuando hace ya casi diez años dirigiendo los trabajos del parking de Maisonnave tuve la experiencia directa de un accidente laboral con muerte y herido, reflexioné bastante sobre el tema y al analizar cómo funciona y reacciona el sistema frente a este tipo de accidentes, antes y después, pude darme cuenta que tal y como están las cosas, jamás podríamos reducir el problema a los mínimos inevitables, porque carecemos de la necesaria cultura de la seguridad a todos los niveles, y es preciso crearla previamente si queremos ver la luz desde el fondo del pozo.

El drama humano que sobre todas las cosas representan los accidentes laborales, incluso olvidando y dejando de lado el inmenso coste económico que suponen los mismos a todos los contribuyentes (70.000 pesetas cuesta a cada ciudadano de la Comunidad Valenciana al año los accidentes laborales), bien merecería la pena asumir, que va siendo hora ya de tomar el toro por los cuernos, cambiar de estrategia y plantear el problema de forma realista aceptando las cosas como realmente son, y no como nos gustaría que fueran.

La ley del palo y el carácter sancionador que impera en las actuaciones oficiales, parece que no sirve absolutamente para nada y a las pruebas estadísticas de accidentes me remito. Para lo único que sirve la ley mencionada, es para que todos los que nos vemos involucrados en el proceso constructivo, estemos más preocupados de quitarnos las pulgas de encima echándoselas a los demás, que de centrarnos de verdad en los problemas y riesgos que suponen las obras y sus especiales circunstancias.

Cuando escucho y leo la filosofía basada en dicha ley que transmite en los medios de comunicación el fiscal don Miguel Gutiérrez, aun estando de acuerdo con el fin que persigue, no deja de producirnos un profundo malestar el hecho de que, como personas y profesionales técnicos que somos exactamente igual que él, asumimos que estamos sujetos al error, pero ello no debe suponer que tengamos que vivir pendientes del Código Penal al ejercer nuestro trabajo como lo estamos haciendo los técnicos en la construcción, y aquí es donde su profesión y la nuestra se diferencian: la suya tiene institucionalizado el error y la nuestra no.

A propósito de lo anterior, mi amigo y experto en estas cuestiones, el abogado Roque Sánchez dice: «Debemos desterrar la cultura del miedo que motiva el carácter sancionador de la ley si queremos avanzar resolviendo el problema de los accidentes, sustituyendo la inspección sancionadora por una inspección preventiva y formadora, premiando con incentivos fiscales a aquellas empresas que mejor usen y empleen los criterios de seguridad en sus obras».

La ley del palo, llevada a su máxima expresión en la pena de muerte, está demostrado que no resuelve el problema de la delincuencia, al menos en China con 200.000 ejecuciones en los últimos diez años con un régimen comunista y unas 200 en Texas con un régimen capitalista.

Un segundo aspecto que ha demostrado su total ineficacia, son los proyectos burocráticos que pretenden materializar un plan de seguridad en la construcción de una obra, realizado por técnicos que no tienen ni la más remota idea de quién, cómo y en qué circunstancias específicas y concretas va a desarrollarse la misma, cuyo proyecto de seguridad ellos elaboran, visan y cobran, sin aportar al proceso, más que un conjunto de papeles sin más valor real que el de que sirven para superar el trámite burocrático correspondiente, y evitar el efecto sancionador añadido, cuando la inspección lo solicita y no se tiene.

El plan, las normas, los criterios y las medidas de seguridad, deben establecerlas los responsables directos de la ejecución de las obras, lo que se conoce como jefes de obra, en colaboración con sus encargados, contando con la realidad del lugar donde se va a ubicar la construcción, los medios disponibles y los plazos de ejecución previstos, estando más pendiente de las obras en sí mismas y menos de los presupuestos y contrataciones, que resulta ser hoy día sus funciones más prioritarias.

Si los planes de seguridad los hicieran ellos, podrían contar con los técnicos especialistas en seguridad que la propia empresa posea o contraten externamente, que analizando los tajos y procesos constructivos conjuntamente con sus encargados, vean la viabilidad de los mismos para que no interfieran negativamente en los rendimientos previstos en los planes de ejecución, y no se condene la seguridad desde sus inicios.

Dichos planes, deben trasladarse después a los operarios que van a materializar la obra, poniendo de relieve, especialmente, dónde residen los peligros y riesgos de la construcción y las formas y medios previstos para minimizarlos. El riesgo cero no existe en la construcción, y constituye una hipocresía social el rasgarse las vestiduras cuando surgen accidentes fortuitos, de imposible prevención, salvo que no sea el dejar de construir y, eso, la sociedad no puede permitírselo.

La figura del director de obra, de presencia muy limitada en los tajos del día a día, poco puede aportar en este campo, salvo en los planeamientos generales de conjunto exigiendo que el jefe de obra cumpla sus funciones, pero con escaso poder real para poderlo materializar en sus aspectos concretos. Cuando se dice que el director de obra tiene poder para parar una obra y evitar accidentes, sólo se dice una verdad a medias; y todos los que nos dedicamos a la construcción lo sabemos.

Parar una obra, pongamos por ejemplo, cuando los vecinos sufren en sus carnes y bolsillos los inconvenientes que implica la misma, supone automáticamente que la prensa y los propios vecinos monten un cirio al Ayuntamiento de gran calibre, para que la obra se acabe lo más pronto posible importándoles un pimiento los temas de la seguridad. A ver qué director de obra se atreve a asumir en las condiciones mencionadas anteriormente el paro de una obra, sin miedo a que ruede su cabeza o, en el mejor de los casos, le peguen un bien tirón de orejas. Recientemente incluso, existe una sentencia del Tribunal Supremo del 1 de febrero de 2001 que posiblemente traerá cola, cuando tras un accidente mortal exonera de responsabilidad al director de obra, por considerar que no tiene la función específica de controlar el cumplimiento concreto de las medidas de seguridad en las obras, filosofía absolutamente contraria a la que, si yo interpreto bien, parece manifestar el fiscal don Miguel Guitérrez especializado en estas cuestiones.

La formación previa de nuestros operarios y el introducirlos en la cultura de la seguridad, de su seguridad, representa el punto más importante y vital para disminuir los accidentes en la construcción y, en este punto, el fracaso de la ley es absoluto y total, porque sencillamente no se hace, ni existe posibilidad física y real de poder hacerse tal y como funciona el sistema.

Mientras no desaparezcan en la construcción las subcontratas de mano de obra pura, y las empresas no puedan disponer de manera flexible y asequible de sus propias plantillas adecuadamente especializadas y entrenadas en una obra tras otra, jamás podremos formar adecuadamente a nuestros operarios y transmitirles los planes de seguridad establecidos para las obras, porque no existe la más mínima continuidad operativa en los tajos. Y en el punto antes mencionado, los sindicatos, entre otros, son tan responsables como el que más, porque nos hemos cargado entre todos el espíritu y el orgullo de pertenecer y formar parte de un equipo de trabajo, de una empresa que construye con un estilo y unos criterios propios y diferenciados.

En una de las obras de emergencia frente a las riadas, en las que teóricamente fui el responsable o dicho de otra forma más realista, el cabeza de turco de todo lo relacionado con la seguridad, hice algunos intentos utópicos de reunir a los obreros para, más que cumplir la ley, explicarles de verdad los riesgos que tenía la obra y cómo podíamos enfrentarnos a los mismos. Finalmente tiré la toalla, y me limité a establecer con el jefe de obra aquellos criterios que consideraba imprescindibles de cara a la seguridad de los tajos y puse una vela a la Santa Faz para que no ocurriera nada grave; pero lo que no pude hacer en modo alguno, fue mi intención inicial de formar e informar a los operarios puesto que, cada vez que me acercaba a la obra, las cuadrillas que encontraba en los tajos eran diferentes. La rotación de las personas que trabajaban en los tajos es brutal.

Si el dineral que estamos gastando en cursos y en masters sobre la seguridad «de sesudos especialistas» pudiéramos invertirlo en quien de verdad lo necesita, que son nuestros obreros, sin lugar a dudas que otro gallo muy diferente nos cantaría. Hasta que no consigamos que sean nuestros propios obreros, los que conscientes de los riesgos que corren, asuman su propia seguridad junto con los jefes de obras y encargados, al margen de papeleos y burocracias, no conseguiremos reducir las estadísticas de los accidentes y seguiremos estando al margen de la auténtica cultura de la seguridad, la seguridad que arranca desde los cimientos.

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Diario Información – Florentino Regalado Tesoro

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Este contenido ha sido publicado en la sección Artículos Técnicos de Prevención de Riesgos Laborales en Prevention world.

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