Que España es uno de los países más ruidosos del mundo es un tópico bien asentado en la realidad. A la cabeza de Europa en contaminación acústica -un dudoso honor cuyo podio disputamos a los griegos- más o menos la mitad de la población española está sometida a niveles de ruido que los expertos consideran en la frontera de lo tolerable sin graves consecuencias, los 65 decibelios.
A pesar de ello, España está a la cola de la aún escasa regulación europea para regular y reducir los niveles de ruido que lleva aparejada, sobre todo, la vida urbana.
El valor del silencio cotiza a la baja en España. En un intento por darle la vuelta a esta realidad, el Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), lleva tres años intentado inculcar en las autoridades y los ciudadanos que un adecuado nivel acústico en la vida cotidiana es, a la vez, un derecho y una necesidad.
El tráfico, en primer lugar, y otros medios de transporte, las obras, la «movida» nocturna y otras manifestaciones de la actividad humana han convertido a las ciudades españolas en una barahunda difícil de soportar.
Coinciden los expertos en que la actividad normal del ser humano produce un nivel de ruido de unos 55 decibelios. A partir de los 65 empieza a ser molesto y a partir de los 85 acarrea perjuicios claros para la salud. Lo que nos diferencia, en negativo, a los españoles respecto de la media de los países europeos es que hay un mayor porcentaje de la población, en torno al 50%, sometida a niveles de ruidos de 65 o más decibelios.
Llegados a este punto los efectos no tardan en apreciarse: pérdida de audición, zumbidos en los oídos, trastornos del sueño, irritabilidad, comportamientos agresivos, fatiga, dolores de cabeza e hipertensión forman, entre otros, el menú de secuelas de una excesiva contaminación acústica.
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