¿Es posible cuantificar el coste del sufrimiento humano que genera la siniestralidad laboral? O acaso ¿es moralmente aceptable entender la accidentalidad como un problema de dinero?. Todos compartimos la respuesta: NO. Sin embargo sabemos que se gestionan tremendas cantidades de recursos públicos en la cobertura de las prestaciones económicas y sanitarias a las que tenemos derecho a partir de un accidente o de una enfermedad; también como delegados y delegadas tenemos que saber de qué estamos hablando.

A partir del momento en el que alguno de nosotros sufre un accidente con baja el Sistema tiene que afrontar toda una serie de gastos: la pérdida de jornadas (21.597.604 de jornadas perdidas en 2002 según el Ministerio de Trabajo), la prestación de una asistencia sanitaria y la sustitución del salario a través de una prestación económica durante el tiempo que dure la baja (5.038 millones de Euros vía cotizaciones sociales por Accidente de Trabajo y Enfermedad Profesional).

Estos costes se derivan del fracaso de la prevención, de la visión miope de no asumir, en muchos casos, una inversión rentable. Sin embargo, esto no es más que un vistazo superficial referido exclusivamente a los costes en jornadas perdidas (1.489 millones de euros aplicando el coste/hora medio publicado por el Instituto Nacional de Estadística) y en prestaciones del sistema de cobertura de riesgos profesionales. Ambas partidas superan un billón de las antiguas pesetas (6.527 millones de euros).

Pero hay más. Está el coste de los accidentes y enfermedades sufridos por los trabajadores autónomos que no están contemplados de momento en las cifras anteriores o los costes relativos a la siniestralidad de trabajadores no declarados como tales, ese 12% de empleo que una estimación más que prudente adjudica a la economía sumergida. Suponiendo que la probabilidad de accidentarse o enfermar de estos trabajadores es la misma que la de los del régimen general, emergen otros 2.353 millones de euros.

Y no hemos acabado. Un estudio de la Universidad Pompeu Fabra presentado en el Congreso Nacional de Salud y Seguridad de Valencia en 2001, llega a la conclusión de que el 16% de las contingencias comunes tienen un origen laboral con lo que, aplicando este porcentaje a los gastos sanitarios y a las correspondientes prestaciones económicas, sumaríamos 2.173 millones de euros derivados de procesos cuyo origen laboral no es reconocido ni por empresarios ni por Mutuas y que pagamos entre todos y todas vía impuestos.

Con todo esto llegamos a unas cifras que no entran en una calculadora de bolsillo: 11.053 millones de euros (casi dos billones de las antiguas pesetas), cerca del 1.6% del Producto Interior Bruto (datos a 2002).

En ocasiones se ha formulado la pregunta acerca de por qué los empresarios no invierten en prevención de riesgos, dados los costes de no hacerlo. No hay una respuesta unívoca aunque existen algunas razones que nos lo explican. La externalización de los gastos sería una de ellas. Los empresarios transfieren al conjunto de la sociedad gran parte de los gastos asociados a los accidentes y las enfermedades del trabajo. Las inversiones y los cambios organizativos para mejorar las condiciones de trabajo son percibidos, por el contrario, como costes propios, directos e intransferibles.

Por otra parte, los “estímulos” derivados de la acción inspectora no son suficientes en términos absolutos ni relativos. El importe total de las sanciones que impuso la Inspección de Trabajo por incumplimiento de la normativa en 2002 fue de 103 millones de euros, según la Subdirección General de Relaciones Institucionales de la Inspección de Trabajo. Digámoslo claro: los costes de la siniestralidad ascienden a más de 11.000 millones de euros, las multas suponen para los empresarios 103 millones de euros.

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Jesús García – Revista Por Experiencia – ISTAS

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Este contenido ha sido publicado en la sección Artículos Técnicos de Prevención de Riesgos Laborales en Prevention world.

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