Es imprescindible visibilizar el fenómeno de la violencia laboral oculto tras el ejercicio irrazonable del “ius variandi” por cuanto uno de los métodos típicos del acoso jerárquico es la alteración abusiva de las condiciones de trabajo de la víctima: se le quita o restringe su anterior autonomía; ya no se le encarga tarea alguna o bien se le asignan tareas humillantes, absurdas o inferiores o superiores a sus competencias; se le encargan trabajos peligrosos en contra de su voluntad; se le instala en un lugar aislado de los demás o insalubre, etc.

Antes de referirnos a la jurisprudencia que se ha pronunciado sobre los límites del “ius variandi”, conviene recordar algunos principios generales.

El derecho a la estabilidad del empleado público está tutelado por el artículo 14 bis de la Constitución Nacional y no importa un derecho ”in aeternum ” o un derecho absoluto a permanecer en la función sino un derecho al cargo presupuestario.

Por ello, se ha declarado que la Administración está autorizada a modificar la funciones del empleado público según criterios discrecionales que no son susceptibles de revisión judicial, salvo si se violan los mínimos límites a que se encuentra sujeta la validez de su ejercicio (por ejemplo, irrazonabilidad, desviación de poder, etc). En este sentido, es la ilegitimidad o la arbitrariedad que pudieren presentar los actos administrativos dictados en materia de empleo público lo que justifica su revisión, no siendo óbice para ello el hecho de que hayan sido dictados en ejercicio de facultades discrecionales, por cuanto la validez del acto depende de su razonabilidad, la que debe ser verificada si se la impugna en juicio.

El ejercicio de estas facultades debe ser conforme a las leyes que las reglamentan y en armonía con los demás derechos individuales y atribuciones estatales establecidos con igual jerarquía por la Carta Magna.

En consecuencia, el “ius variandi” referido a aspectos accidentales o coyunturales de la relación o bien cuando se vincula con aspectos estructurales como lo sería el lugar de trabajo, debe ser funcional y no dañar al trabajador. Si éste se considera afectado por los cambios irrazonables o arbitrarios que se hubieren introducido, puede rechazarlos aún cuando los demás los acepten ya que, en todo caso, la injuria es siempre de carácter unilateral.

En algunos precedentes se han analizado situaciones en las que se invocaron “razones de servicio” para fundar estas modificaciones. Sin embargo, se ha dicho que su mera alegación por la administración no configura la manifestación implícita de razones fundadas, pues frente a la necesidad de que los afectados en sus derechos y los jueces cuenten con los datos indispensables para examinar la legitimidad y razonabilidad de los actos administrativos, los órganos deben satisfacer, con mayor razón aún en el ejercicio de sus facultades discrecionales, el imperativo de una motivación suficiente y adecuada de las decisiones.

Es obvio que la discrecionalidad tiene límites. Las actuaciones administrativas deben ser racionales y justas y la circunstancia de que la administración obre en ejercicio de facultades discrecionales -más allá de la conceptuación de “discrecional” que se le asigne a la actuación- no puede prestar sustento válido a conductas arbitrarias. Precisamente la razonabilidad con que se ejercen tales facultades es el principio que otorga validez a los actos de los órganos del Estado y permite a los jueces, ante planteos concretos de la parte interesada, comprobar el cumplimiento de dicho presupuesto.

Recordemos aquí que este concepto de “razonabilidad” implica siempre congruencia, proporción, adecuada relación de medio a fin, pues el exceso es lo que identifica lo irrazonable. En dicho sentido se pronunció la Corte Interamericana de Derechos Humanos cuando sostuvo que la razonabilidad comporta “conformidad con los principios del sentido común” y es “lo justo, lo proporcionado y lo equitativo, por oposición a lo injusto, absurdo y arbitrario”.

Este standard es, pues, la guía, el test, el filtro o el criterio que como juicio de valor apunta hacia lo adecuado según las circunstancias, debiendo el magistrado tener presente los derechos de los individuos, en aras de sus garantías, para que no sufran restricciones excesivas o injustas. La “proporcionalidad” es comprensiva del conocido principio de “prohibición de exceso”, de la necesidad de la medida, en el marco de un Estado de Derecho, a fin de no caer en un descalificado acto absurdo o arbitrario.

Hemos visto que el ejercicio discrecional de la facultad de la administración de trasladar al empleado de lugar y puesto de trabajo tiene límites. Tanto para los empleados del Estado nacional sujetos al régimen del empleo público como para los que se rigen por la LCT, una “inadmisible retrogradación jerárquica” importa un ejercicio abusivo del llamado “ius variandi”. Se ha juzgado asimismo, aunque con referencia al empleo privado, que siendo la calificación profesional del trabajador un elemento estructural de la relación laboral, su afectación mediante el ejercicio ilegítimo del “ius variandi” configura una injuria , criterio que puede trasladarse asimismo al empleo público, ya que, según se ha declarado, el ejercicio del “ius variandi” en el empleo público puede resultar groseramente vejatorio hasta el punto de merecer el calificativo de cesantía encubierta o bien implicar una descalificación para los agentes o una retrogradación ilegal. Por lo tanto, son revisables las decisiones del Poder Ejecutivo sobre ubicación escalafonaria del personal, no sólo cuando importan una cesantía encubierta, llegándose así a una regla cabalmente justa, ya que es principio inconcuso que el agente público debe estar siempre a cubierto de ilegitimidad o arbitrariedad que frustre sus derechos.

Creemos que frente a un ilegítimo ejercicio del “ius variandi” por parte del Estado empleador, se debe buscar, ante todo, la preservación de la relación laboral, de forma tal que, comprobada la ilegitimidad, el Estado debe ser compelido al restablecimiento de las anteriores condiciones de trabajo, criterio que también debe ser aplicado para los sectores estatales regidos por el régimen común de la LCT.

Esta solución es la que nos parece más conveniente no sólo por cuanto la actuación del Estado debe ser juzgada atendiendo fundamentalmente a que, por su propia naturaleza, está obligado a comportarse de manera “ejemplar”, sino porque, en su rol de empleador, debe obrar con cuidado y previsión y velar por la seguridad de los trabajadores con un grado de previsibilidad superior al del hombre medio. Además, teniendo en cuenta las altas tasas de desempleo y de subempleo que enmarcan el afligente deterioro social que evidencian vastos sectores de la población en la actualidad, esta interpretación es la que nos parece más adecuada a la realidad social vigente y es la que tiene en cuenta la natural indefensión en la que están inmersos los trabajadores dentro de ese contexto económico social. Tampoco se puede desconocer que en las actuales condiciones laborales parece una ingenuidad pretender que el trabajador pueda considerarse despedido.

Se ha admitido, por último, que el empleado público puede sufrir daño moral si el cambio de destino, dadas sus formas y modalidades, es susceptible de provocar un agravio en sus afecciones legítimas, suficiente como para justificar su procedencia.

Luego de pasar revista a las decisiones adoptadas por nuestros tribunales, en las ocasiones en las cuales se ha considerado irrazonable o vejatorio el ejercicio del “ius variandi”, no parece una extravagancia pensar que los acontecimientos que dieron lugar a los reclamos pudiesen encubrir actos de violencia laboral expresada a través de maniobras de marginación y/o exclusión y del uso (o abuso) del sistema bajo una apariencia de legalidad.

Creemos, pues, que se requiere una tutela judicial efectiva y especial y una particular sensibilidad a la hora de juzgar por cuanto la no invocación expresa de la violencia laboral no significa que no esté presente.

Siguiendo esta línea argumental, no nos parece conveniente sostener la irrevisibilidad por vía del recurso extraordinario de los actos administrativos dictados en ejercicio de dicha facultad, para supuestos como los que estamos analizando, en tanto remiten el análisis de cuestiones de hecho y prueba. Es que, por encima de esta doctrina, deben prevalecer los derechos fundamentales de los trabajadores.

Además, se ha reconocido acertadamente que uno de los campos más fértiles para la arbitrariedad administrativa es el disciplinario y en caso de que ocurran irregularidades de esa naturaleza también resulta obvia la presencia de comportamientos violentos o intimidatorios , en cuyo caso la responsabilidad no sólo es achacable a quien podría ser el autor directo, sino también a los superiores jerárquicos que no ejercieron el debido control.

Observamos, por otra parte, que la jurisprudencia pone en cabeza del actor la carga de la prueba de la arbitrariedad de las decisiones administrativas sin tener en cuenta que el Estado es quién está en mejores condiciones para probar la razonabilidad de su decisión. No nos parece acertado que sobre la base de la presunción de la legitimidad de sus actos, se lo pueda relevar de la carga de probar los hechos que les dan sustento si el empleado los impugna recurriendo a la tutela jurisdiccional. Ello así, pues la presunción de legitimidad sólo puede desplazar la carga de accionar al empleado afectado, mas no puede implicar que se dé un desplazamiento paralelo de la carga de la prueba, que con normalidad le corresponde a la administración.

Bajo esta perspectiva, entendemos que en los casos en que el “ius variandi” se ejerció abusivamente no se pueden considerar operados “consentimientos tácitos” porque es evidente la situación de indefensión en que se encuentra el trabajador afectado, no sólo debido a está en inferioridad de condiciones por el sometimiento psicológico que experimenta respecto de tales situaciones, sino también porque es el propio sistema el que pone obstáculos al ejercicio de su legítima defensa. Siempre su esfuerzo defensivo será considerado reivindicativo y contrario al “principio de autoridad” que se intentará preservar a toda costa. Y no sería extraño que el afectado se vea entonces atrapado en la espiral de la indefensión impuesta por una “cultura autoritaria” a la que deberá someterse silenciosamente.

Téngase en cuenta, además, que si el “terror administrativo”es perpetrado por el Estado empleador se produce el síndrome del “desamparo institucional aprendido” que pone de manifiesto la progresiva mutilación del instinto de defensa que experimenta el agente. De no resultar afectado este impulso primario podría enfrentar la situación poniendo límites o actuando en consecuencia. Se observa entonces que los empleados públicos encubren la violencia y, lamentablemente, la perversión y la impunidad reinante encuentran en el miedo y el silencio los cómplices perfectos para permanecer desapercibidos por la confusión que generan. Pero, tal como lo señala Scialpi, lo peor es que las dramáticas cifras de desempleo y subempleo terminan legitimando otras razones y obligando a las personas a abdicar de su dignidad.

Esta situación queda explicada con el concepto de “indefensión o impotencia aprendida (condicionada)”, que fue acuñado por Seligman – en los años sesenta- para describir lo que sucede cuando los animales suspenden toda actividad si no pueden ejercer ningún efecto sobre su entorno con lo cual queda normalizada o naturalizada la violencia. Se la considera “normal”, como algo que siempre ocurre, y se alude entonces a “internas”, “conflictos personales”, “carácter difícil de la víctima” y se utilizan toda clase de justificaciones que sólo contribuyen a mantener enmascaradas las prácticas de violencia psicológica y, por ende, invisibilizadas.

Finalmente, nos parece apropiado hacer una reflexión sobre la doctrina de la Corte Suprema según la cual el silencio del trabajador anterior a la prescripción conduce a admitir la presunción de renuncias a derechos derivados de la relación laboral. Sin perjuicio de tener en cuenta el principio de irrenunciabilidad que emana de los artículos 874 del Código Civil y 123 y 58 de la LCT, entendemos que no se puede presumir la renuncia de los derechos fundamentales vulnerados por los comportamientos perversos implicados en la violencia psicológica en caso de que el trabajador demore en efectuar reclamos. El tema de los derechos humanos vulnerados ya lo hemos desarrollado en un trabajo anterior al que nos remitimos, sin perjuicio de lo cual nos parece oportuno recordar aquí, para ilustrar el concepto, que entre los derechos afectados se encuentran los derechos a la integridad física, psíquica y moral del trabajador, el respeto de su honra, el derecho al reconocimiento de su dignidad y a no ser discriminado y a las libertades políticas y económicas fundamentales de la persona humana. Y también el derecho a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo, cuya violación es considerada como discriminación y contraria al sentido de las Declaraciones de los Principios y Derechos Fundamentales en el Trabajo y el Paradigma del Trabajo Decente emitidas por la OIT y al sentido trascendente del trabajo, la buena fe, en tanto se desconoce además los criterios de colaboración y solidaridad.

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Dra. Patricia Barbado – Argentina (Publicado en Jurisprudencia Argentina (Ed. LexisNexis), fascículo del 22.3.06)

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Este contenido ha sido publicado en la sección Artículos Técnicos de Prevención de Riesgos Laborales en Prevention world.

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